La carga de la prueba es la obligación procesal que tiene una de las partes en un juicio de aportar pruebas suficientes para acreditar la veracidad de sus afirmaciones. Su distribución determina quién debe probar qué hechos y cómo influye en la decisión del juez.

Qué es la carga de la prueba en el Derecho penal ambiental
La carga de la prueba en el ámbito del derecho penal ambiental en México constituye uno de los ejes críticos y a la vez más frágiles de todo el sistema de impartición de justicia. Su correcta configuración y aplicación no es una mera cuestión técnica o procedimental; es, en esencia, la línea que nos separa de la efectiva protección del medio ambiente y de la impunidad disfrazada de rigor legal.
Principio de la carga de la prueba en derecho penal ambiental
El principio rector, anclado en el artículo 20 constitucional, es claro e incontrovertible; se refiere a la llamada presunción de inocencia y la consecuente obligación por parte de la autoridad para demostrar la culpabilidad del imputado más allá de toda duda razonable. Lo cual, advertimos como un proceso de inevitable choque con la naturaleza singular de los delitos ambientales, creando en este escenario una tensión que aún no se resuelve de manera satisfactoria en los tribunales mexicanos.
Los delitos, y en especial los delitos de cuello verde, no son ilícitos comunes. Su investigación y persecución se topan con obstáculos que son inherentes a una concepción articulada de criminalidad organizada o institucionalizada. En primer lugar, la complejidad de la prueba técnica y científica es abrumadora; probar que un vertido industrial específico causó la mortandad de 600 personas en el río Sonora (2014) por medio de la contaminación en los elementos hídricos no se equipara a presentar un arma homicida con huellas dactilares irrefutables en un procedimiento ordinario penal.
La presunción de prueba en escenarios ambientales exige peritajes sofisticados en química analítica, biología molecular, hidrogeología o toxicología, disciplinas que escapan al conocimiento habitual de los fiscales y, en especial, de los jueces. Esta complejidad intrínseca genera una asimetría entre los protagonistas del drama ambiental, toda vez que quien contamina, generalmente una empresa o un actor con recursos económicos o poder e influencia política, posee el control total de la información al conocer sus procesos, sus puntos de descarga, la composición de sus emisiones y cuenta con los equipos y el personal para medirlos, lo anterior refleja el planteamiento de (Plascencia, R. 1998) cuando afirma que:
“El dilema actual en materia de bienes jurídicos es identificar desde una perspectiva penal, cuáles pueden y deben ser considerados importantes para ser tutelados por éste y cuáles otros merecen ser protegidos por otra rama del derecho, como pudiese ser el derecho administrativo, el familiar, el fiscal o cualquier otro.”
A quién corresponde la carga de la prueba
La autoridad (o las víctimas ambientales), por el contrario, llegan al proceso desde una posición de profunda desventaja, obligada a descifrar lo que el responsable ya conoce y, con frecuencia, puede ocultar. A esto se suma la naturaleza difusa de la causalidad y el daño. El vínculo entre la acción contaminante y el perjuicio concreto puede estar separado por años, incluso décadas entre uno y otro. Por ejemplo, un caso paradigmático es el de los plaguicidas empleados en las labores agrícolas en el estado de Sinaloa (México), o las emisiones atmosféricas que derivan de la emisión de CO2 de las empresas químicas ubicadas en el municipio de Tlajomulco, Jalisco, y que presentan cuadros clínicos de enfermedades crónicas en la comunidad.
Establecer ese nexo causal con la certeza que exige el estándar penal tradicional para la prueba es una tarea complicada, la cual, a veces, o en la mayoría de los casos, es imposible. El daño, además, es con frecuencia acumulativo y latente, no un evento instantáneo y visible, digamos, es un delito continuado. Y, por complicar el cuadro, nos encontramos con una víctima que es colectiva y difusa. Es decir, no hay una víctima individual claramente identificable que pueda articular una acusación particular; las víctimas son ecosistemas completos, el municipio directamente involucrado o los municipios aledaños, la biodiversidad misma, e incluso generaciones futuras que aún no tienen voz. Esta dispersión dificulta la construcción de la acusación, que recae sobre un ente estatal que no siempre cuenta con los recursos, la especialización o la voluntad política necesarios para construir esa acusación en particular.
Falacia de la carga de la prueba
Ante este panorama desequilibrado, el dogmatismo en la aplicación del principio acusatorio clásico se convierte en una garantía de impunidad como lo refiere (González, H. 2007).
“Podemos determinar que la ausencia de los medios jurisdiccionales en materia ambiental va en contra del constitucionalismo democrático, pues a partir de éste se afirma la capacidad de los tribunales para reflejar e incorporar en sus fallos las perspectivas constitucionales de diversos sectores y organismos democráticos dejando de lado el presupuesto de que sólo los jueces pueden ser los intérpretes últimos de los mandatos judiciales; es decir, de acuerdo con el constitucionalismo democrático no sólo deben existir los medios jurisdiccionales que hagan posible el ejercicio pleno del derecho humano a un medio ambiente sano, sino que además la función judicial que realicen debe ser consciente de que lo establecido en el artículo 4, párrafo quinto de la CPEUM”
Es aquí donde surge la necesidad imperiosa de evolucionar hacia una conceptualización más moderna y realista del tema que nos ocupa: la carga de la prueba.
Hechos negativos de la carga de la prueba
Instrumentos como las presunciones legales o la inversión de la carga probatoria dejan de ser tabúes procesales para transformarse en herramientas de equidad. No se trata de vulnerar la presunción de inocencia, sino de equilibrar el proceso de participación jurisdiccional. Si la autoridad demuestra, mediante indicios graves y concordantes, que de una fábrica salieron los residuos que aparecieron en el espacio hídrico, la carga de demostrar que sus procesos eran inocuos o que el daño fue causado por un tercero debería recaer sobre el poseedor de esa información, es decir, el propio imputado. Esta lógica, aunque aún incipientemente desarrollada en la jurisprudencia mexicana, es fundamental para evitar que la complejidad técnica se utilice como un escudo detrás del cual se oculta la responsabilidad.
La solución, por tanto, no reside en un solo factor. Es un esquema que requiere de múltiples acciones concurrentes. Se necesita, por una vía, la profesionalización masiva de los agentes investigadores de las fiscalías y de los propios integrantes de los órganos judiciales. Fiscales y jueces (con especial enfoque ambiental) deben contar con equipos multidisciplinarios de peritos permanentes, acceso a laboratorios y una formación continua que les permita comprender y valorar la prueba técnica generada en materia ambiental. La creación de fiscalías especializadas con autonomía real es un paso ineludible, además de la especialización de tribunales en la materia medioambiental. Paralelamente, es crucial fortalecer los mecanismos de acceso a la información y de colaboración ciudadana, reconociendo el papel de las comunidades originarias directamente afectadas y de las organizaciones de la sociedad civil, que son esenciales para la aportación de los elementos probatorios iniciales.
La carga de la prueba en el derecho penal ambiental mexicano es mucho más que una regla procesal; es el termómetro que mide el compromiso real del Estado con la protección del entorno medioambiental. Adherirse a una interpretación rígida y anacrónica del principio acusatorio es condenar a la justicia ambiental a la ineficacia. Asumir la necesidad de adaptar sus reglas, incorporando figuras que compensen la asimetría estructural entre las partes, no es un quebranto a las garantías individuales, sino la única forma de hacerlas significativas en un contexto de desafíos. El equilibrio entre el rigor garantista y la efectividad punitiva es delicado, pero es un equilibrio que México debe encontrar si aspira a que su marco jurídico-ambiental no sea letra muerta, sino un instrumento vivo y potente para defender el patrimonio común de la nación y el derecho fundamental a un medio ambiente sano.
Autor
Dr. Martín González De La O
Adjunto Dirección Facultad de Derecho UNIR México.
Referencias bibliográficas:
- González, Hidrael. (2007). “Derecho humano a un medio ambiente sano en México” Tribunales ambientales que hagan efectiva su tutela. Prospectiva jurídica. Vol. 7, Nº. 13, 2016. enero-junio. págs. 53-84.
- Plascencia, Raúl. (1998). La responsabilidad en materia ambiental. UNAM. Instituto de Investigaciones Jurídicas. Petróleo Mexicanos (PEMEX).. https://biblio.juridicas.unam.mx/bjv/detalle-libro/141-la-responsabilidad-juridica-en-el-dano-ambiental







